El mudador de almagro.

Me lo recomendó una amiga y después de un par de mensajes de texto arreglamos la cita. A las 7 am lo tenía tocando timbre en la puerta del departamento que, entre cervezas, porro y lágrimas, mi hermana y yo habíamos desmantelado la noche anterior. Me impresionó. No por lindo sino por extraño: un cuerpo moldeado a fuerza de levantar roperos, brazos trabajados, espalda enorme, 1.65, no más. Y su pelo. Rulos kilométricos al viento, desparramados a su antojo, casi suspendidos por el aire de la mañana. “Soy Gerardo”, me dijo e inmediatamente se puso en acción con un vigor inusitado para esa hora de la madrugada. Mi hermana sale del cuarto, lo mira y mientras se lava los dientes lanza la primera broma del día: “Sansón”, me tira, y el apodo le queda tan perfecto que tengo que disimular la risa al salir del baño. Lo recuerdo con una energía como jamás he vuelto a ver. Trajinaba con las cajas mal embaladas, pegadas de cualquier manera, levantaba con monstruosidad animal nuestras sillas desparejas, nuestros pequeños tesoros: un espejo que heredamos de la tía abuela, un modular que encontramos por la calle.
En el camión manda a los peones para atrás y me ofrece un lugar a su lado. Hombre rudo, sí, pero caballero. Hombre de pocas palabras, me pareció. Avanzamos por Rivadavia hasta el Congreso casi sin hablar. Cuidadoso del traqueteo, como si llevara antigüedades valiosísimas, va lento. La mirada fija en el camino. Comienzo una conversación trivial para llevarla para el lado que deseo: saber sobre él. Pasa los cambios con una precisión machísima, de camionero. Empieza a hablar, y entonces no para hasta que llegamos a destino. Me cuenta que tiene 40 años (aparenta mínimo 12 años menos), una hija de 15. Sigue contando: en la mudanza encontró una forma de sublimar su espíritu inquieto. Antes fue una plantación de algarrobas en algún lugar de Uruguay, en una cooperativa, donde todos trabajan lo mismo y obtienen lo mismo, una comunidad jipi donde imagino tuvo amores afiebrados. Habla y habla y yo no puedo dejar de observarlo; se emociona: habla de la justicia social, de sus ideales de igualdad, habla un poco del país, del trabajo con los peones, de cómo reparte el valor de cada mudanza en partes iguales. Me cuenta de su obsesión de coleccionista: tiene en su casa un galpón lleno de pequeños tesoros que ha ido recolectando de cada casa que ha trasladado. Sillas antiguas, restos de espejos, retazos de telas, partes de maniquíes. Stop. ¿Partes de maniquíes? Encuentro la punta para intervenir. Mi sueño es tener un par de piernas de maniquí en mi cuarto. Se lo comento, y me promete estar alerta. Cuando retoma para llegar justo frente al pasaje, el viento le revuelve los rulos que salen desde la ventanilla.
La descarga es tan vigorosa y veloz como la carga. Sonríe y canta, se ríe con los peones, con carcajadas enormes. Le convido un mate. Lo acepta. Lo toma campechano, apoyando una mano sobre la mesada de la cocina. El brazo en tensión marca un musculoso camino que me adentra en las mangas recortadas de su camisa hasta un pecho que adivino de pectorales velludos, de abrazo poderoso.
Veo cómo los peones bajan del camión nuestras últimas cosas resagadas, las que subimos de cualquier manera por falta de cajas: mi colección de revistas literarias en bolsas, las frazadas tejidas que nos mandó mamá para el invierno, dos caloventores inútiles. Corona su tarea pasando la escoba por el camino de hormiga. Le pago y me despide con una mirada profunda.
Dos días después recibo este mensaje: “Hola, no me olvido: estoy buscando tus piernas”. Por supuesto, le respondí.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

me gustome!

Mariano Massone dijo...

cuanta sensualidad!
me encantó jiji

Anónimo dijo...

Chicas, BRAVO!
Llegué y no paré hasta el final.
Muy contenta de conocerlas.
Felicitaciones!

Ana C. dijo...

Qué lindo cuento!