"Ocupado!!"

Salimos a festejar que había sacado el registro, hasta la foto había salido bien! Teníamos ganas de brindar, muchas ganas de brindar mucho, total hoy no manejaba yo. Nos subimos al auto.

Llegamos al bar, hicimos sociales; en un momento éramos cuatro. Nos reíamos. Miraba al morocho con ganas de comérmelo, estaba increíble, aunque probablemente fuera el alcohol el que alteraba un poco mi percepción y mi libido desatada. Supongo también que el hambre se me notaba. Hablamos pavadas un rato todos juntos, hablamos pavadas de a dos después.

Giré la cabeza, te dí un beso en el cuello y te avisé que iba al baño. “Voy con vos” me contestaste. Nos agarramos de la mano para esquivar la gente hasta llegar al fondo.
Entré y entraste atrás mío. Te ví dudar frente a la puerta del inodoro; no te dejé pensarlo dos veces: tironeé de vos para adentro al tiempo que cerraba la puerta con la traba.

No sé quién puso a quién contra la pared primero. Sé que me mojé con ese beso. Metiste tu mano debajo de la pollera, entre mis piernas, yo no podía contener los gemidos. Hice lo propio: te desabotoné el pantalón, te acomodé en el inodoro y te la comí, ahí, en el baño del bar. Te hice acabar. Una chica subida al inodoro se asomó desde baño de al lado. No nos importó, creo que le gritaste algo para que se fuera. Seguimos hasta que terminé. Sólo en ese momento, después de un beso rápido que pedía más, nos acomodamos la ropa frente al espejo. No podíamos dejar de reírnos. Salimos.

Nos esperaban en la barra, sospechando que nos habíamos ido. De la manera más obvia, más ebria, más predecible, preguntaron con sarcasmo: “Che, por qué las chicas siempre van al baño de a dos?” Nosotras nos miramos cómplices, pedimos otro trago y nos seguimos riendo.

1+1=3

Nunca fui buena para las matemáticas, menos para las relaciones en pareja. Quizá por eso mi empecinamiento en los conjuntos, en buscar intersecciones en donde el resultado es cero.
Todo se vuelve cíclico. No logro conjugar formas. No entiendo de geometría. Todo pasa, evoluciona y -seguramente- yo también; pero, siempre retorno al mismo lugar.
Los encuentros anunciados con M traen a Benjamín, como una extensión. Escuchamos música, vemos videos, cenamos, tomamos, M se retira y Benjamín queda en casa, como un bolso olvidado. Antes había juego, caricias, besos. Ahora Benjamín, queda. Y yo, lo asumo. Cogemos, dormimos, cogemos, y a la mañana siguiente cruzamos la calle juntos.
Este domingo, Benjamín quedó olvidado. M se fue, como siempre, hecho una cuba. Benjamín me pidió permiso para darse un baño. Me causó gracias el "pedido". No hace falta, le dije. Cuando salió entré yo, estaba indispuestísima; toda la tarde me había revolcado por el dolor de ovarios. Cuando salí del baño y fui al living, no estaba. Salí al balcón, nada. Benjamín había desaparecido. Verifiqué si estaban los tres juegos de llaves completas. Estaban. Fui a la habitación en penumbras, y ahí estaba él. Las persianas levantadas y la luna entrometiéndose sobre mi cama. Me acerqué. ¿Estás bien?. Me tiró del brazo sobre él. Nos besamos, largamente, como si nuestras lenguas buscaran fundirse en una sola. Nos vimos en la habitación, con la luna puesta sobre nuestros cuerpos. Cogimos en una performance que me daban ganas de filmar de lo hermosa que era. Reíamos, probábamos nuevas formas. Jugábamos. Nuestro público vecino tímidamente iba apagando las luces de su habitación; veíamos sombras asomadas en las ventanas del edificio de enfrente. Vimos nuestras propias sombras reflejadas en una pared exterior. Lo público y lo privado. Lo de adentro y lo de afuera. Bachelard, y nuestros cuerpos replegados. Estábamos empapados, luego éramos los dos en la bañadera.
Quizá fue la mejor noche con Benjamín. Quizá por eso, a la mañana, se llevó su cepillo olvidado el domingo anterior. O quizá, le molestó el llamado a las 9 hrs.
Me despertó un llamado. Era Walter. Regresaba de viaje y quería verme. Me citaba en 40 minutos. Regresé a la cama junto a Benjamín quien, aún dormido, me abrazaba. Le dije que debía salir, le dejaba la llave. No lo aceptó. Walter insistió con mensajes de texto, y mi mente intentaba coordinar un horario que no dejara sospecha. Dudé en contestarle, pero luego lo imaginé en la puerta de casa. Cómo le explicaría la presencia de Benjamín. Cómo le explicaría a Benjamín, la presencia de Walter. Le contesté. Extendí la hora. Regresé a la cama. Cogimos nuevamente.
Acabamos. Se me hace tarde, le dije. Inventé la excusa de una entrevista de trabajo. Me fui directo a sacarme el semen seco que tenía en el pecho. Benjamín y yo salimos de casa. Me preguntó hacia dónde iba. No lo sabía. Temía que Walter estuviera cerca. Dos segundos, inventé una excusa, le dije que debía ir al locutorio a hacer un llamado. Nos dimos un beso. Crucé la avenida, viendo cómo Benjamín se alejaba en sentido contrario. Walter venía hacia mí. Tres horas después, sería otra la cama, otros los brazos, y otra la lengua que intentaba fundirse con la mía.

paScuA de hUevoS



frío, frío, caliente, caliente

te busco, te encuentro

y adentro te meto.


(más que ganas de ser huevo,

ganas de tenerlos)

La tranquera

A veces las cosas suceden por casualidad. A veces, no. Vos eras el chico que yo había conocido en una fiesta, que me había gustado, pero con el que nunca había pasado nada.
Y justamente por esas casualidades, en otra fiesta que te crucé, el hecho de que yo no tuviera movilidad fue lo que hizo que nos juntara.
La fiesta era en un campo, lejos de capital. Había empezado temprano, de día, y ya a las tres de la mañana nadie daba más de alcohol y otros excesos. Resulta que vivías cerca de mi casa, y la dueña, sin ninguna intención maliciosa más que querer fletarnos de su casa para poder irse a dormir, me “acomodó” en tu auto, junto con dos hiperexcitados que estaban pasados y no pararon de decir pelotudeces en todo el camino. Por suerte, vivían cerca del campo. Los dejamos en una estación de servicio de la zona y desde ahí tenían que caminar dos o tres cuadras nada más.

Nos quedamos solos, en tu auto. Solos: vos, yo, y nuestra calentura. Porque era compartida. Porque en ese momento nos dimos cuenta de que era compartida. No hizo falta decir nada, sólo me acariciaste la rodilla y yo te miré mientras sentía que me humedecía, ahí, justo ahí.

Pero estábamos en las luces de la estación de servicio, y no daba. Arrancaste y subiste un poco el volumen de la radio. Sintonizaste una estación donde las canciones eran melosas, de esas que se usan especialmente para esos momentos.

Intentaste tocarme en el auto, pero te detuve. Te dije: mejor vamos a un lugar en la ruta. Pero ninguno de los dos tenía un peso encima: entre los dos sumábamos veinte pesos, y los hoteles de la ruta son un poco más caros que los urbanos. Entonces te acordaste de la tranquera que había que correr para entrar al campo, que tenía una casilla vacía, donde debería haber un señor de vigilancia pero justo no había. Y me dijiste: ¿vamos a la casilla? Yo te miré incrédula, pero asentí con la cabeza.
Mientras los dos ardíamos de deseo vos maniobrabas el volante y yo pensaba en que no aguantaba la hora en que esos brazos me tocaran a mi, y no a ese aro de metal forrado en goma negro.


Llegamos a la casilla. Estacionaste y bajaste de mi lado para abrirme la puerta. Me llevaste a la casilla a upa, y me apoyaste en esa especie de tabla de madera que funciona de escritorio mientras me desabotonabas torpemente todos los botones de mi camisa. Con tanta desesperación que hasta me rompiste uno.
Después nos dejamos llevar y terminamos rodando por el pasto, hasta que terminamos desnudos, en el barro. Nada más erótico que una pareja desnuda en el barro. Nada más placentero que sentir tu dedo manchado de barro ahí, y después tu miembro cubierto de barro, adentro mío. Acabé demasiado rápido. Pero no importó. Porque seguimos. Y así seguimos y seguimos varias veces más.

Ese botón, que nunca más volvió a aparecer, quizá fue el símbolo, el testimonio, de esa noche en la casilla. Porque salvo eso, y quizá unas pocas manchas de semen que no quedaron en el lugar correcto, nada más quedó de esa noche.

Nosotros dos, lost.

Cuatro años de novios y un verano por delante en Capital. Enero 2007; acababan de contratarme justo cuando empezaban a echarlo. "Somos fuertes", dijimos, juntos podríamos soportar tanto el calor como la falta de vacaciones.

No me acuerdo a cuál de los dos se nos ocurrió la idea de mitigar la pesadez con la primer temporada de Lost. Generalmente las cosas se nos ocurrían a dúo, o yo lo estaba pensando, o él lo estaba pensando, o hablábamos a la vez. O nos tomábamos las cosas con tanta vehemencia que los proyectos de uno terminaban siendo los del otro.

Cuatro años de novios, un verano por delante y sobre la mesita ratona de mi departamento esperaba ahora la primera temporada de Lost. Nos habían hablado; todos nos habían hablado. Primero nuestros amigos más o menos cinéfilos, a los que les teníamos confianza. Después Lost nos empezó a atacar por todos lados; la última en recomendárnosla fue mi compañera de yoga. No entendíamos realmente qué misterio podía generar una serie yanky, pero un verano por delante, las noches vacías de amigos que divagaban por el sur y cuatro años de novios hacían que estuviéramos dispuestos a enfrentar a cualquier cosa.

El primer capítulo lo vimos en casa. Habíamos terminado de cenar y nos tiramos en un puf. A medida que avanzaba nos fuimos incorporando. Me acuerdo bien de esa noche porque hacía mucho que Pablo y yo no cogíamos así. No sé si habrá sido la intensidad de lo que acabábamos de ver o la excitación que nos produjeron ciertas escenas de peligro – me había asustado bastante ese primer capítulo y él me abrazaba fuerte, con unos brazos que me había olvidado que tenía. Hacía mucho, decía, que no cogíamos así: estábamos acelerados, tan acelerados que se metió al baño cuando yo estaba entrando. Fue ahí mismo, como si estuviéramos dejándonos sorprender. Digamos que en la última etapa nuestra pareja había entrado en esa especie de meseta rancia. Por eso esa noche nos pareció mágica. Creo que no nos quedó un solo lugar por recorrer, una sola parte del cuerpo por descubrir. Nos besamos violento, nos mordimos, éramos animales desparramados en el piso de cerámico. Las cuatro de la mañana y seguíamos con ganas de más.

Durante alrededor de dos semanas, ya no recuerdo, nuestras noches estuvieron marcadas por la serie. Nos juntábamos cuando yo volvía de la oficina, cenábamos algo, nos preparábamos unos wiskies y nos disponíamos a flashear. La naturaleza agreste nos había estimulado la imaginación. Estabamos descubriendo otra vez nuestros cuerpos, cuando parecía que no quedaba nada por descubrir. El de Pablo me parecía nuevo; “estás tan bueno” le decía entre respiraciones cortadas. Le pasaba la lengua por su panza marcada por las abdominales bolita que hacía en entrenamiento. Me sorprendía a mí misma con técnicas de sexo oral que ni siquiera había imaginado que existían. Jugábamos mentalmente: yo era Kate y él era Jack y hacíamos en la cama lo que ellos postergaban en la jungla. Los dos sabíamos en silencio que algo había despertado en nosotros esa bendita serie. En silencio porque no nos lo decíamos, pero en esa semana fuimos capaces de cancelar cualquier cosa que se presentara por ver un capítulo más y por sentir eso que pasaba una vez apagada la pantalla. El cuarto de mi dos ambientes era una selva; podíamos fabricar en él cualquier escenografía, nos soplábamos, respirábamos, nos volvíamos a estimular. A veces abríamos la ventana que daba a un pedazo de cielo de Rodríguez Peña y cogíamos a la luz de las estrellas. Dejábamos que entre la brisa, o los pegajosos 38 grados de calor. Transpirábamos. Empezamos a viajar el exhibicionismo; yo de cara a la ventana, parada, el por atrás agarrándome el culo fuerte con las dos manos. A veces sensual, a veces agresiva, yo estaba descubriendo otra vez el sexo. O por primera vez. Quería hacer exactamente lo que él estaba esperando. Y lo lograba. Todo el tiempo, cada vez más.

Pablo se había transformado para mí en el protagonista de Lost que más me hubiera calentado si hubiéramos caído junto al grupo en una isla desierta: tenía en un solo cuerpo la pasión de Sayid, la violencia de Sawyer, la dulzura de Jack, la inteligencia de Locke. Todo encerrado en el mismo cuerpo firme, tostado bajo el poderoso sol que pega en todas las canchas del conurbano bonaerense.

Cuando llegó el momento de enfrentar el último episodio surgió naturalmente una especie de ritual. Cocinamos entre los dos lo que había en la alacena, nos tomamos varios fernet. De postre él me sorprendió con un par de tiritos, "para festejar", dijo riendo. Así estábamos, sobreestimulados. Fue una noche que voy a guardar para siempre: era sábado, y duró hasta que ya era de día. Los dos solos en mi departamento de Rodríguez Peña, riendo y llorando mientras pasábamos la noche más intensa de nuestras vidas.

Había terminado la primera temporada; teníamos que encargarnos de buscar la segunda. ¿Teníamos que encargarnos de buscar la segunda? De repente algo empezó a retrazarlo. A él lo llamaron de un trabajo, algunos de los amigos volvieron de viaje y empezamos a desviarnos con la excusa de ver las fotos; la banda de Pablo retomó los ensayos y las noches que compartíamos solos empezaron a ralear.

A los pocos días me cambiaron el horario de trabajo, tenía que hacer guardias telefónicas hasta las 11 de la noche. Llegábamos los dos aniquilados y de a poco la libido que habíamos descubierto empezó a despedirse. De repente nos fuimos alejando. Varias veces durante ese tiempo tuve oportunidad de conseguir los nuevos capítulos (a esa altura dos de cada tres amigos tenían la colección completa en sus casas) pero todo se había enrarecido tanto entre nosotros que no tuve valor de hacerlo; temí que no funcionara. Supongo que a él le pasó lo mismo.

Todavía era verano, todavía hacia cuatro años que estábamos de novios pero ahora éramos nosotros los desaparecidos; cada uno estaba en su isla de trabajos, amigos, banda, yoga, guardias y drogas. Cada uno en una isla infinitamente distante.

Un mediodía de febrero almorzamos juntos por última vez en una parrilla del centro, adonde íbamos a veces, cuando teníamos que hablar cosas importantes. Nos separamos bien, tranquilos, casi sin dolor aparente. El mozo de siempre me miraba lagrimear como me había visto cien veces antes, pero creo que él también sabía que era la última.

Este febrero se cumplió un año desde que Pablo y yo nos separamos. No sé si lo extrañé en todo este tiempo. Pero hoy mi compañera de yoga me trajo en una bolsa de Coto la segunda temporada y me doy cuenta por qué durante este tiempo preferí no pensar en ella. Acá estoy: en el mismo living de antes, con los dvds desparramados entre el puf y la mesita ratona; sola y lagrimeando porque no, porque no, porque no sé si tengo valor para volver tan desierta a esa puta isla.

Memoria

A pesar de la distancia y del tiempo -han pasado años-, la tecnología nos mantiene, de alguna manera, conectados.

Benjamin: A veces te recuerdo, como un lindo recuerdo.
LB: ¿En serio?
Benjamin: Sí.
LB: Y... ¿qué lindo recuerdo?
Benjamin:
LB: Pregunto. O sea... ¿qué es un lindo recuerdo? un momento... un... no sé...
Benjamin: Gracias.
LB: ¿Qué es eso?
Benjamin: Es que no entendía, necesitaba una explicación.
LB: ah!
Benjamin: Un recuerdo lindo es algo que aparece en mi cabeza y en vez de dejarlo pasar lo agarro un rato y lo vuelvo a pensar, lo vuelvo a vivir y me deja sonriendo.

Más y más turbación

Llego y
me masturbo
¿Que más
puedo hacer?
Me alivia
eyacular
fuera de ti.
No dártelo
todo a ti
todo el tiempo.
Y no es
una masturbación
cualquiera
-como
la de la vaca
lechera-
Es
una masturbación
ausente
sin sentido de culpa
sin curas
sin religión
sin sexo casi.
Es
una guerra
contra ti.
Me
tengo
que defender
de alguna manera
y
me masturbo
mirando
a una
modelo
italiana
-la sensualitá
under 20-

parecida
a ti.

Claudio Bertoni, Chile.

Las italianas y el amor (1º entrega)

Jueguemos al doctor

Una del Piamonte

"Soy una estudiante de catorce años, voy todavía a la escuela y tengo tres compañeras. Nos reunimos todos los días para jugar juntas, pero hacemos juegos un poco extraños, por lo menos al principio me parecían así, pero hoy no resisto su tentación; o sea jugamos a médicos y pacientes. No nos hacemos daño, y sentimos placer. Yo a decir verdad al comienzo no quería, pero ahora que me han convencido lo hago de buena gana. Hay veces que mi madre no me quiere dejar ir, no porque ella sepa lo que me hacen, sino porque ha descubierto que no hago los deberes. . Ahora sufro cuando no puedo ir y "trabajo" sola. ¿Hago bien o debo insistir para ir con mis compañeras?"

Gabriella Parca (comp), Las italianas y el amor, 1965


¡Gracias S.H. por regalarme el libro!