La tranquera

A veces las cosas suceden por casualidad. A veces, no. Vos eras el chico que yo había conocido en una fiesta, que me había gustado, pero con el que nunca había pasado nada.
Y justamente por esas casualidades, en otra fiesta que te crucé, el hecho de que yo no tuviera movilidad fue lo que hizo que nos juntara.
La fiesta era en un campo, lejos de capital. Había empezado temprano, de día, y ya a las tres de la mañana nadie daba más de alcohol y otros excesos. Resulta que vivías cerca de mi casa, y la dueña, sin ninguna intención maliciosa más que querer fletarnos de su casa para poder irse a dormir, me “acomodó” en tu auto, junto con dos hiperexcitados que estaban pasados y no pararon de decir pelotudeces en todo el camino. Por suerte, vivían cerca del campo. Los dejamos en una estación de servicio de la zona y desde ahí tenían que caminar dos o tres cuadras nada más.

Nos quedamos solos, en tu auto. Solos: vos, yo, y nuestra calentura. Porque era compartida. Porque en ese momento nos dimos cuenta de que era compartida. No hizo falta decir nada, sólo me acariciaste la rodilla y yo te miré mientras sentía que me humedecía, ahí, justo ahí.

Pero estábamos en las luces de la estación de servicio, y no daba. Arrancaste y subiste un poco el volumen de la radio. Sintonizaste una estación donde las canciones eran melosas, de esas que se usan especialmente para esos momentos.

Intentaste tocarme en el auto, pero te detuve. Te dije: mejor vamos a un lugar en la ruta. Pero ninguno de los dos tenía un peso encima: entre los dos sumábamos veinte pesos, y los hoteles de la ruta son un poco más caros que los urbanos. Entonces te acordaste de la tranquera que había que correr para entrar al campo, que tenía una casilla vacía, donde debería haber un señor de vigilancia pero justo no había. Y me dijiste: ¿vamos a la casilla? Yo te miré incrédula, pero asentí con la cabeza.
Mientras los dos ardíamos de deseo vos maniobrabas el volante y yo pensaba en que no aguantaba la hora en que esos brazos me tocaran a mi, y no a ese aro de metal forrado en goma negro.


Llegamos a la casilla. Estacionaste y bajaste de mi lado para abrirme la puerta. Me llevaste a la casilla a upa, y me apoyaste en esa especie de tabla de madera que funciona de escritorio mientras me desabotonabas torpemente todos los botones de mi camisa. Con tanta desesperación que hasta me rompiste uno.
Después nos dejamos llevar y terminamos rodando por el pasto, hasta que terminamos desnudos, en el barro. Nada más erótico que una pareja desnuda en el barro. Nada más placentero que sentir tu dedo manchado de barro ahí, y después tu miembro cubierto de barro, adentro mío. Acabé demasiado rápido. Pero no importó. Porque seguimos. Y así seguimos y seguimos varias veces más.

Ese botón, que nunca más volvió a aparecer, quizá fue el símbolo, el testimonio, de esa noche en la casilla. Porque salvo eso, y quizá unas pocas manchas de semen que no quedaron en el lugar correcto, nada más quedó de esa noche.

5 comentarios:

sushi punk dijo...

siempre hay huellas...

grandes benjaminas, volvieron al ruedo!!!

musidora dijo...

che, ojo con las infecciones
cosa seria

Unknown dijo...

el barro en la concha
buen nombre para una cancion.

Alan Murray dijo...

Diría que está bien, pero que técnicamente es algo torpe. También diría que no está escrito por quien más me gusta que escriba de ustedes, aunque realmente no sé de quién estoy hablando.

Joder! Podría alguien ayudarme a encontrar a quien busco?

Igualmente me gustó, buenas imágenes y un buen final.

Las Benjamin dijo...

eso sushi, huellas.

musidora, no seas waterparty! nosostras con la escenita hot y vos bajada de línea con infecciones (aunque tengas razón).

cómo es goma? 50/50?

alan murray, gracias por las últimas líneas.
respecto a las primeras, no, definitivamente no sabés de quién estás hablando, o sí, porque no sabés quiénes somos. ahora... ¿vos sabés a quién buscás?